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Johann Page / El Rincón del Diablo - narrativa

Residencia

 

In memoriam, P.L.

Era inevitable, imposible detenerlo o quebrarlo como si fuese un pequeño lápiz o un cerillo; inevitable escuchar la voz entrecortada, pausa breve tras otra, la información escueta en medio de la noche, luego colgar el teléfono, la mano descansando un instante junto al aparato, y después caminar un poco por la habitación aferrando el cigarrillo entre los dedos, luego las dudas, el rechazo, la negación deslizada en mi rostro, la posibilidad dormida desfilando a través del humo que crece y navega hacia las paredes, mi boca pronunciando de nuevo el nombre olvidado para tornar más real lo que la llamada ha expuesto hace pocos minutos. "Debe ser una broma", sostengo, "¿podría repetir el nombre?", y mi voz se apresura porque conoce los caminos de la certidumbre, lo callado de los movimientos ajenos. "Disculpe, Sr. Page...", y la pausa habitual, voz entrecortada, repetida hasta el cansancio en mis oídos incluso ahora que me siento al borde de la cama y termino el cigarrillo. Las cenizas han caído a mis pies: las piso en círculos y veo su mezcla gris contra el suelo. Vuelve la llamada de entre esas cenizas. "Disculpe, Sr....., pero eso es lo que decía el paquete: Para J. Page... de Pedro Lazo", unos segundos de silencio más; luego la voz se extiende, pero yo ya no escucho con detenimiento, la habitación se obscurece levemente, el ruido de las pequeñas avenidas de este pueblo apenas si alteran la paz de las viviendas. Es un bonito pueblo, pensé, tan callado, ideal para poder descansar. Había sido acertada la elección de este año. Quizás regrese nuevamente el próximo. Todo es probable. "Envíelo", me escucho decir, y reconozco mis labios dibujando los contornos de ese nombre. Dibujan el contorno, articulan con cuidado los sonidos dormidos: "Pedro Lazo", pero, sentado en el borde de la cama, oculto en la obscuridad de la habitación, las certezas posan su mano en mi hombro, y de nuevo todo se descubre, final de la burbuja. Debe ser una broma, me digo a mí mismo, y enciendo otro cigarrillo. Y trato de recordar su rostro sin que se aproxime ese día del entierro, pero es inútil. "Ya lo han enviado, Sr. Page... ya debería haber llegado". Miro por la ventana hacia la plaza del pueblo. Algunos matices de la tarde aún se perciben entre los cerros de la sierra limeña. Y es inútil porque en los cristales aparece su rostro, quieto; aparecen los ojos de los amigos, algunos llantos a lo lejos, todo agolpado en ese día del velorio y luego el entierro. "Bien...", susurro y, antes de colgar, apenas escucho la voz del otro lado que sigue desfilando: "Dígame Sr. ¿Hay algo más en lo que pueda...?", y mi mano se queda sobre el teléfono, dormido el auricular bajo mis dedos. Luego los cigarrillos, la habitación en penumbras y pocos instantes después ya está totalmente obscura, y los objetos apenas se distinguen gracias a la luz de los faroles que se desliza por la ventana. Me siento en la silla frente a la puerta. La observo entre las penumbras. Es cierto que ya debería haber llegado, quizás unos minutos más. Sé que es inevitable, imposible detenerlo o quebrarlo como si fuese... Pienso en los intrincados abismos de la mensajería: enciendo un nuevo cigarrillo para esperar el paquete mientras mis ojos escudriñan la obscuridad que esconde la puerta. Unos perros ladran lastimosos en la plaza. No puedo evitar sentirme intrigado. Mi amigo Pedro murió hace ya varios años.

"Debes recordar que llovía, Johann, o que garuaba al menos; y es que era junio avanzado, un viento duro y el cielo hecho de lata o plomo, la panza de burro enorme desplegada sin pudor sobre la ciudad, el frío que se colaba y un día más, un día menos de ver a Laura ensayando la obra a tu lado, un día más que me robabas sin notarlo porque entonces no sabías nada. Pero era verte cada tarde junto a ella, cuando a las cinco y cuarto salían sudorosos y alegres del ensayo, su cuerpo caliente y su cabello negro extendido hacia lo que sobraba de mí, hacia lo que restaba, y entonces solo me quedaban unos minutos para acompañarla donde tomaba el transporte a casa, y eran minutos pequeños que se escurrían silenciosos por la vereda del colegio. Pero eso es lo de menos porque tendrías que haberme visto, tarde tras tarde sentado en el árbol matando el tiempo, conversando con alguna otra, alguna que casi siempre era Vero, la amiga de Laura, que me ayudaba y se reía conmigo hasta que debía marcharse; tarde tras tarde buscando un resquicio, una abertura cualquiera en el grueso muro de ustedes ensayando hasta tarde. Luego decidiste besarla, tener a tu lado a Laura. Y eso dolió, Johann, vaya que dolió, maldita sea, porque era yo quien la quería. Y aunque nunca te dije nada hasta ahora, te digo que dolió más aún viniendo de ti porque tenía que verte a mi lado cada día ya que te sentabas en la misma carpeta, porque tenía que notar tu mirada perdida cuando pensabas en ella y tus cartas miserables "Querida Laura...", ya que de otra forma no sabías decir las cosas. Pero al menos tú las decías, al menos eso. Y eran tus mismos dedos, Johann, los de ese instante y los de ahora, los que esta noche no se deciden a moldear la cuerda a la simplicidad de su llamado. Y yo te escribo desde este lado, y sé que no tenías por qué saber nada. Pero hoy, precisamente hoy ¿qué crees buscar de nuevo entre las fibras de esa nueva cuerda, si esto ya era tema olvidado? ¿Qué persigues en la sombra de tus pasos desde que te has levantado hace un instante tan derruido, encender la lamparita, enjugarse las lágrimas, caminar torpemente en esta habitación que no es tuya, refugio de escritor en la sierra peruana? "Querida Laura...", escritor. Quizás eso es lo único que esperas. Pero bien sabes que esa cuerda no te ha de responder; deja ya de asfixiarla porque nunca nadie sabe nada, Johann. Ni tú mismo, que hoy, desde tus dedos, piensas a la distancia en la forma perfecta del lazo, del vínculo, que envuelves tu cabeza y cuello en el enriquecimiento del símbolo, variaciones absurdas a lo que solo puede ser una cuerda, nada más concreto que una cuerda, sus fibras, tus manos que la sostienen y estiran, su susurro persistente esta noche, y hoy al fin la tienes en tus manos, o habrás de tenerla, y lo sabes, lo escribes ahora, lo estás escribiendo. Te pido que seas paciente: ya no ha de faltar demasiado."

Deslizaron el paquete por debajo de la puerta, tal y como le pedí al mensajero. Pareció sorprenderse un poco con el pedido porque demoró un poco en hacerlo. Supuse que necesitaría una firma, así que me adelanté a él diciéndole que no habría problema, que en la recepción del hotel lo arreglarían, y que incluso le darían una buena propina. No obtuve respuesta. Unos segundos después, el delgado paquete se asomó por el resquicio de la puerta y produjo un sonido similar a una pisada; pero no lo recogí inmediatamente. Crucé los brazos sentado en la silla, encendí un nuevo cigarrillo y me dispuse a esperar algunos minutos más a que el mensajero se vaya. Sin embargo, no escuché sus pasos descender por la escalera. No lo había notado, pero después de recibir la llamada, olvidé por completo quitarme el saco y el abrigo. Caí en la cuenta de este detalle cuando, al intentar incorporarme para recoger el paquete, sentí el cuerpo más pesado que de costumbre. Incluso estaba sudando. Me acerqué silenciosamente a la puerta y, después de aguzar el oído un momento, recogí el paquete y sentí su peso liviano. Luego acerqué la oreja a la puerta y traté de percibir algún indicio de pasos. No pude escuchar nada. Al parecer, a pesar de ser un hotel agradable, no había demasiados huéspedes y el mensajero se habría ido ya seguramente. Caminé hacia el escritorio con el paquete en la mano y reconocí la forma evidente del libro. Encendí la lamparita, me enjugué las gotas de sudor que caían por mi frente y caminé torpemente por la habitación con el sobre en la mano. Me detuve y leí: "Para J. Page, Pedro Lazo". Acerqué el sobre a la luz y extraje el contenido. Y de algún modo yo ya lo suponía, ya presentía los bordes inquietos de las páginas y pensé que hacía mucho que no veía un ejemplar de un libro mío, menos aún una primera edición: Los puertos extremos... y sentí tan ajeno ese nombre, un llamado en la noche cubierto por los ladridos de los perros. Pedro había muerto hace varios años. Así como hoy, también una llamada lo inició todo. Manolo diciéndome la noticia, la larga espera en la clínica, los abrazos desconsolados al día siguiente; porque él no había muerto al instante, el neurisma prolongó la agonía durante toda la noche. Al día siguiente, reunidos esperando algún cambio en su condición, escuchamos la noticia definitiva. Desde ese día, había pasado ya tanto tiempo. Eché un vistazo a algunos textos de mi libro, nada que valiera la pena. Sentí entonces que mi temor había sido infundado y respiré aliviado. Sin embargo, resolví acercar más aún la lamparita hacia el libro y de pronto noté las marcas, las suaves líneas subrayadas con color azul dispersas por un conjunto específico de páginas; parecían recientes, aunque el libro era ya bastante antiguo. Eran seis hojas las señaladas. Leí la primera. Era el inicio de un cuento: "Debes recordar que llovía..." y reconocí la voz, el primer eslabón de su presencia. Eran apenas las diez de la noche. Parado a un lado del escritorio, cubierto por la luz amarilla de la pequeña lámpara, continué leyendo la siguiente página.

"Esta noche, Pedro, entre la frazada removida que me ha torturado, he sentido tus manos largas frotando mis ojos, un vago murmullo deslizándose tras la puerta; pero este murmullo se encuentra en otras partes, ha cubierto senderos de aguja que se clavan bajo las uñas cuando nos afeitamos frente al espejo, preparamos el sándwich temprano o buscamos tranquilos el jabón en la tina; de pronto, la imagen que se retuerce en el ojo y hay que luchar contra el camino a la calle llevando el peso triste del periódico, ahora más pesado porque cargamos también el peso de las palabras de ese que estuvo y había sido, y que ahora se acerca como una noticia ausente y vuelve a nombrarse entre nuestras sábanas. ¿Pero qué hago yo ahora en esta ciudad, en este pequeño pueblo escribiendo un retorno inasible, una sospecha de fuga que ya se ha dado y de la que nada he sabido? ¿Qué puedo pensar de mi nombre y mi cara si lo que veo es tan solo una hoja suelta engrapada en mi cama, si veo la estela pronunciada de quien ahora me visita en mi sueño y que no me abandonará? ¿Qué hago ahora si me persigue el amigo enterrado que uno ha llorado con furia, con los otros e incluso a solas, cuando más duele? No veo el lugar ni el motivo entonces para no poder pensar que, en realidad, él es quien ha quedado vivo y yo me he trasladado a zonas inciertas, que es él quien ha mirado divertido la película o que ha leído el libro hoy por la tarde, quien, mientras se lava las manos en el lavabo o visita al doctor por lo de la tos que no se marcha, en ese lapso de vértigo al recoger la lapicera o limpiar los lentes con el pañuelo, se ha acordado de mí y ha sonreído con ternura; que es él quien llena la página sentado en una silla en un pueblo distante de la sierra peruana y que se ha secado los ojos, despierto aún, con frío y respirando el agrio olor del recuerdo, en plena madrugada."

Creo reconocer el relato. No obstante, mi memoria es frágil. Se titulaba Residencia, eso sí lo recuerdo nítidamente, y, a pesar de que su contenido se ha perdido para mí en estos años, recuerdo aún esas voces, su alternancia, esa ficción de diálogo trunco repartida a través de tediosas páginas sin un hilo narrativo levemente atractivo. El subrayado ajeno remarca una serie de páginas poco atractivas, no hay mayor importancia. Y nada de esto me inquietaría -no sería la primera vez que algún lector me envía una selección de sus preferencias-, de no ser por el nombre en el paquete, la elaboración calculada de la amenaza, lo grave del juego macabro. Enciendo un nuevo cigarrillo, apenas me queda un par. Sigo leyendo, pero algo me dice que hay ciertos pasajes que se han alterado, tal vez alguno añadido. Quizás simplemente es otro mal rato que me juega mi memoria, pero no dejo de tener esa sensación de cansancio, de ahogo, que no ha cesado incluso después de haber recibido el paquete y desatar la amenaza. Trato de desajustar mi corbata, pero me distrae el inicio del siguiente pasaje resaltado. Lo recuerdo con precisión.

"Tener que refugiarse en la mancha clara de la sombra del día a día, en la confusión de las tardes y en los amigos que rondaban los salones de clase. Asistir a las pocas reuniones que había porque eran Fiestas Patrias y vacaciones y con ellas mis oportunidades de ver a Laura morían tristemente, el tiro de gracia del tiempo. Cuántas caminatas entre las calles azules que se hacían mayores; reírse con Manolo o con Luza tomando algo en la casa de Vane, la hermana de Vero, y persistir en el mundo como una roca afilada y sin uso. Verla reírse en esos parques y en esas salidas, su andar quieto y sencillo pero siempre tú allí, a su lado, ramificado de su cuerpo y sus manos, y a veces nuestras miradas cruzaban y ella se refugiaba ávida en tus brazos, en la vastedad sin fin de tu boca. Sin embargo, mi fracaso evidente y la voz de Vero tan reconfortante para esos malos ratos. No quedaba mucho por hacer, ya casi nada. Y Vero y yo empezábamos a mirarnos de ese modo secreto. Vi entonces una oportunidad a lo lejos, había empezado a quererla. Llegó entonces un viaje de promoción con su gran posibilidad para el olvido. Las vacaciones acababan y ella al igual que Vero no iba puesto que estaban en cuarto de secundaria. Y no pudiste dejar de hacerlo. Quebrar la confianza de Laura en ese viaje, tus labios en boca de otra chica. Le destrozaste el alma, y parte de ella era mía. Debiste pensar en ello porque a pesar de que llegaste del viaje y lo que habías hecho, igual terminaste tú con Laura, y nada te importó su tristeza ni sus lágrimas que iban cayendo, aun así le empezaste a sonreír a Vero de esa manera. Ser testigo de su sonrisa dibujada cuando tú llegabas a nuestro lado y luego saber lo que no quise enterarme, Vero en aquella fiesta contigo y tus manos buscando las grietas del colegio, los rincones alejados y obscuros de lo que las caricias permitieron; saber después de las llamadas a altas horas y seguir dudando de la crudeza de los hechos. Sí, dudando porque ya antes ella me había dicho que me quería, sí, que era a mí a quien quería, pero luego llegaste tú y tu forma de invadir sus ojos hasta el cansancio. No quedaba nada por hacer en ese entonces sino jugar el rol de las pequeñas dosis que Laura en su desconsuelo empezó a brindarme, pero ya estaban cerradas las puertas, anuladas las posibilidades y dudo de que no hayas podido darte cuenta y sin embargo debiste darte cuenta, porque no se trataba solo de ti, ya no únicamente de ti. Incluso ahora, allí sentado sobre tu cama con esa cuerda entre tus manos no se trata solo de ti. Y no pudiste dejar de hacerlo, así como no podrás dejar la cuerda triste que observas entre tus manos. Sé que piensas aún en Literatura, en si es un círculo armonioso tu cuello desencajado en esta habitación de la sierra mientras alguien muy lejos lee sobre mí ya no con una cuerda en las manos, sino con el triste puñado de hojas que dices llamar tu libro. Quizás es tu afán de simetría el que ha de liquidarte, Johann. Y así como no pudiste evitar quebrar la confianza de laura, quizás ahora yo hable y sea también un aplazamiento, un extenderse hasta el final mientras ese lector con el puñado de hojas empieza a dudar de ti, de mí, incluso de la cuerda. Pobre, no sabe que un día tú... Sí, Johann, será tu afán por las simetrías."

Es imposible. Releo el final de esa página y no comprendo de dónde pudieron haber provenido esas alteraciones... "Tu afán por las simetrías, Johann..." ¿Es que acaso mi memoria es tan débil para no recordar lo que yo mismo en mi propio libro escribí alguna vez? Sin duda estas alteraciones son producto de la misma mente, del mismo movimiento del personaje que ha intentado acercar a mis manos este paquete. Me levantó de la silla algo molesto y tomo un poco de agua del grifo del baño. Observo mi rostro duplicado en el espejo y noto en mis facciones una apariencia de insomnio. No puede ser más que una broma. Camino hacia mi escritorio nuevamente. Reviso el libro: está algo viejo, un poco maltratado, pero no muestra signos de haber sido manipulado; menos aún de haber sufrido la incorporación de nuevas hojas. Además, la compaginación es perfecta y el inicio de cada página coincide con el siguiente. Pienso en que después de todos estos años, quizás sí hubiera sido buena idea conservar un ejemplar de aquella primera edición en algún lado; de ese modo, podría cotejar las supuestas alteraciones, aunque casi podría jurar que realmente lo son. Otra opción es una librería, pero contra eso yo no podría... Una librería es Pedro cubierto de hojas. Pienso en él y en aquel día en que me reveló lo que yo, sin querer, le había hecho cuando éramos jóvenes. A la distancia se me hace absurdo, mis tonterías de adolescente que en ese momento no pude entender. Cómo imaginarme que él estaba enamorado de las mismas jóvenes con las que yo empecé a salir. Peor aún, porque primero se enamoró de una, Laura, y yo empecé a salir con ella; luego, si mal no recuerdo, sucedió lo mismo con su amiga, y el círculo parecía cerrarse. Y no olvido su rostro ni sus labios explicándome todo ello hace tantos años, con nuestros amigos a un lado. A ellos no los he vuelto a ver; imposible siquiera pensar en encontrarme con alguno en este pueblo. Menos aún en este hotel. Me quito el abrigo y el saco y los coloco en el espaldar de la silla mientras me siento en ella, y continúo leyendo la siguiente hoja subrayada. Quiero encontrar con certeza el lugar absoluto de las intervenciones.

"Veo su rostro ovalado en mi espejo, en instantes en que todavía compartíamos muchas cosas. Hay cosas que no se pueden decir a menos que uno esté callado. Recuerdo su vaivén de manos mientras juntos resolvíamos siniestros ejercicios de química hechos para desconcertar al más astuto; Pedro y yo nos ayudábamos pero, de pronto, en la hoja del examen, un compuesto extraño a la vista, una mezcla rara que nadie sabe de dónde ha salido, una fórmula víctima del oxígeno o una mierda hidrogenada que ya ni sé cómo se llamaba y el mundo se volvía una hoja impresa con un cero inabarcable. Pero aún así salimos triunfantes, victoriosos de la batalla química y listos para las vacaciones de medio año. Luego el esperado viaje de promoción y yo que no pude evitar el fracaso. La mano abandonada sobre el rostro de Laura y a ti, Pedro, pareció afectarte tanto que yo besara a esa otra chica. Pienso en eso, y mis dedos aún siguen gateando entre la cordillera del teclado, la voz de Laura agrietada, y quizás eso sea lo que ella más recuerde de mí, claro que todos somos un conjunto de silenciosos detalles y eso es lo que en verdad se recuerda de nosotros, a lo que se recurre cuando alguien nos piensa -un roce de manos, la sonrisa dibujada en un fondo de agua, la caída de labios que se van acercando-. Y yo recuerdo que el día del Festival anual del colegio que se celebraba a mediados de Noviembre estuvo tan lleno de sorpresas y sucesos; un año después de terminar quinto de secundaria y de asistir a las pocas reuniones que hubo, de merodear buscando un destino a través de las sucias calles de Lima, algunos habían postulado a las universidades, Pedro y yo todavía respirábamos mejor el aire que otros respiraban mal y poco a poco lo fui perdiendo de vista, hasta ese día de Noviembre. Luego fueron las voces y gritos, la bulla interminable de un festival tremendo y absurdo que acababa en una gran marea de tragos y cigarrillos; fue allí que Pedro se sentó junto a nosotros en la tienda en la que acostumbrábamos tomar algunas cervezas en años escolares y me dijo lo que me dijo colocándonos de testigos a todos. Luza y Pocho recogiéndolo del suelo, ebrio, y sentándolo nuevamente en la silla mientras me decía a mí todo lo que, sin querer, le había hecho durante tanto tiempo y sin sospechar. Luego todo se volvía obscuro y amargo y siempre las miradas que recién descubrían las verdades sobre aquel que a un lado de Pedro conversaba cabizbajo, sobre mí. la noche cayó sobre nosotros y fue el fin del festival de esa fecha, uno de los últimos en el cual nos volvimos a ver...."

Detiene mi lectura el violento timbre del teléfono. Es extraño, es casi medianoche y no sé quién podrá ser. Sin embargo, al tomar el auricular con la mano, una corriente helada atraviesa mi brazo hasta mi cuello, y la cercanía de la posibilidad me empuja levemente, algo similar a una palmada en la espalda. "Disculpe nuevamente la molestia, Sr. Page, pero le llamo para informarle que el mensajero no podrá llevar el paquete hoy a su hotel. Ha sufrido un contratiempo, pero asegura que mañana a primera hora habrá de llevarlo. ¿Está usted de acuerdo?" Tapo la bocina del teléfono y contengo la respiración un instante. Miro el reloj: doce y tres minutos. Si fuera tan fácil olvidar las supersticiones. Mis ojos examinan la habitación, no encuentran nada extraño: el sobre con el nombre está allí quieto. El libro me contempla desde el refugio del escritorio. Y pienso que es inútil involucrar a otras personas, incluso no tanto por filantropía, sino por la sensación inevitable de lo que ya no puede ser detenido, de lo que se ha activado secretamente tras los ocultos encajes de las cortinas de esta habitación, entre la mesa y la cama, los lazos que se han ido trazando minuto a minuto entre la puerta y mi silla. "Correcto, buenas noches", digo con calma. No he dejado de sudar, y siento en mi cuello la tela agobiante de la corbata. Estoy preparado. Sé que pronto sonará nuevamente la puerta. Tomo asiento en mi escritorio. Tengo un ligero temblor. Intentaré leer las páginas que me restan.

"No pudiste porque así eras tú, Johann, y nada se puede hacer contra la naturaleza, contra uno mismo. Tanto tiempo buscando aquella fórmula adecuada que te permitiera ya no ser más aquello que indudablemente eras, y que por cierto, allí sentado, aún eres; pero debiste pensar que ya no se trataba de ti nada más, que tú eras parte de un todo y el mundo no giraba únicamente sobre tu eje. ¿Cuántos años tienes ahora? ¿Veinticinco? ¿Cuarenta? ¿Sesenta y cuatro? Y aún debes crees que se trata solo de ti. Revisa estas páginas, Johann. Búscales un sentido. Quizás se encuentre en la forma del nudo que ya has elaborado mientras me escuchas, y los que leen, multitud de ojos, no habrán de creer tanto en las simetrías. Imposible, pensarán. Tú también lo pensarías. Luego las noticias, los periódicos, las semblanzas y ya las simetrías las establecerán otros, tú ya no eres más que escenario. Debes tener cuarenta: nadie piensa en liquidarse antes de los treinta, demasiado qué evaluar. Y tú aún crees que evalúas. Vamos, sube con calma al pequeño banco. Déjate de enriquecer los símbolos y coloca la cuerda. Será un breve tirón, casi como espuma. Confía. Sabes que línea tras línea ha sido solo para justificar tu voz ya que mi presencia es apenas una excusa. Y lo sabes. Lo sabes porque se trataba de todos nosotros y no únicamente de ti, de todos los que aquí estamos sentados, en este lugar donde tomamos cervezas, o en la habitación de algún hotel muy lejano; de mí y de tantas fechas anuladas, caídas en el precipicio de lo posible, de lo que nunca fue. Y algo debiste saber, hermano, porque todavía te veo ir y venir con ellas y no sé hasta cuándo me dure esto, no sé hasta cuándo. Pero ahora que estás tan lejos sé con certeza que nunca supiste nada al igual que ellos, porque hoy día has llorado conmigo y me has abrazado como en nuestra carpeta, Johann, envuelto con la marea de tus palabras de disculpa y las bromas que es lo que siempre nos queda, nuestras voces unidas fingiendo un abrazo bajo el telón de la risa. Y también más que eso, Johann. Siempre nos quedará mucho más que eso. Porque tu gusto por las simetrías no es exclusivo. Y sé que ya has tomado la decisión, que ya falta muy poco. Un escritor menos quizás disuada a las beneficencias. Lo que escribas ahora es palabra muerta, literalmente. Dame un minuto. Palabra muerta. No la deberías leer. Eres un hermano, Johann, por qué te engañas año tras año esquivando tus propias palabras, por qué huyes de las librerías al ver tu nombre latiendo entre los anaqueles. A qué le temes ahora, si nadie habrá de detenerte, no hay ruidos en la escalera, los picaportes quietos, solo estamos tú y yo y las bromas que siempre nos quedan. Déjate caer, hermano. Yo, en ese afán de simetría, aún te busco sin dejar de hacer presagios."

No me preocupan más las alteraciones. He escuchado ya el primer paso. Luego el siguiente, y otro más. Pienso en que el hotel no debería estar tan vacío en esta época del año. Cada paso en la escalera retumba con fuerza a medida que se acerca. Una lástima para los incautos. Ha pasado por mi mente huir, pero el problema es de quién hay que huir.

"Esa fue una de las últimas ocasiones en las que estuvimos reunidos. Pedro, tú te moriste un día gris de Octubre en que bautizaban a unos perros y eso quizás te hubiera dado gracia; la noticia funesta del simple neurisma en un día como hoy que aún no termina y que se alarga como la cuerda dura del espacio que nos aleja, esa cuerda que no se ha roto pero que siempre será más larga, extendida al infinito ingrato de estas palabras. Y quizás ahora que te escribo sea esta mi forma de atraparte, de fijarte en un lugar preciso, de determinarte en la zona que poseo para mí porque no es posible que te aparezcas de pronto, como lo has venido haciendo tantos días, porque no es saludable que esos métodos posibles llevados al extremo se conviertan, de pronto, en el hecho fugaz de verte en las calles y que seas de repente el hombre amable a mi lado en el bus, la sonrisa atenta del mozo en los restaurantes o la señora que nos atiende en las confiterías; menos aún que tus palabras se encuentre latiendo tras de mí en cada librería o lugares aún más terribles, o que seas de pronto la mirada del hijo de Manolo cuando juega, aunque también le hayan puesto Pedrito; no puede ocurrir eso más, Pedro, y esta noche combato contigo aunque tú estés de mi lado y sé que así todo será menos duro, menos triste, porque las simetrías habrán ganado la batalla..."

Estoy parado junto a la ventana. Casi es la una de la madrugada. Descuelgo el teléfono: no quiero atentar contra lo inevitable, distraer la potencia de lo que ya es inminente. Escucho un paso más, ya está casi allí fuera.

"Quizás por eso te escribo, para que sepas que tal vez queriéndome a mí era en realidad como ellas te querían a ti, que sus besos posiblemente se hicieron extensivos a tus labios desde los míos, que Laura y Vero todavía te llevan unido al instante de esas tardes en que nadie sabía nada, porque tú, inocencia primera abolida en deseo, eres el olvido de sí mismo en otro olvido, porque somos esas ramas entrelazadas y dime entonces por qué vivir si desapareces un día... pero ya hemos hablado de eso. Y así como ellas somos nosotros, esa residencia que está cada día más vacía, Pedro, porque aún sigues muriendo. ¿Quién reside en quién entonces? ¿Qué dedos habrán de golpear las puertas cerradas de nuestros secretos? Y es que era inevitable que nuestros puertos ahora tan alejados esgriman sus puentes más extremos como ocurre hoy en estas obscuras horas; que esta residencia que somos nosotros, y en la cual tú habitas desde ese día funesto en que bautizaban a unos perros, naufrague entre las aguas de noches como esta y de las horas que van y vienen en una suave marea..."

En cualquier segundo sus dedos habrán de tocar mi puerta suavemente, un golpe, otro más. Luego girar el picaporte, a la derecha y con fuerza porque está un poco descompuesto. Luego serán sus brazos, la tenaza firme de lo que ya ha acaecido. Me quedaré aquí, junto a la ventana. He encendido todas las luces. Podré ver entonces su rostro claramente. Mi rostro está empapado de sudor. Pienso que jamás podré librarme del fuerte nudo de esta corbata. No necesito leer más. Sé que ya no habrá más cambios, que lo que sigue no habrá de tener más alteraciones, lo escrito es inamovible desde este lado.

"Y tu voz habrás de callar de ese lado para dejarse escuchar desde aquel otro, al que persigo. Porque ignoraré mi edad, Pedro, como tú también la ignorabas, el día que venza mi miedo a los anaqueles de esas librerías y lea tu voz en estas hileras negras, y camine a mi hogar o quizás a un hotel, lento, coloque el libro dentro de un sobre, y trace los símbolos de tu rostro a través de tu nombre; luego me preguntaré, entre los estruendosos escalones que he de subir, por qué ahora, por qué no ayer ni mañana, y escribiré: "Y nosotros quedamos aquí, Pedro, y esto es otra forma de partir; pero es seguro que tú -que plasmas estas letras una tras otra hasta formar la inútil cadena ilusoria- ya no lo entiendas", y eso será el final del cuento, mas no de la cadena ilusoria, la sombra de la simetría, mi rostro frente a la puerta de esa habitación y del otro lado la máscara que agoniza. No sabré mi edad ese día en que te aproximes, ni conoceré la lágrima ajena, solo la ruta de la unánime noche que esta cuerda, que abraza firme mi cuerpo, ahora me señala."

No tendrá alteraciones, lo sé, porque se trata de otra máscara ajena, meros tránsitos para una nueva ruta. Y él ha dado por fin el paso final. Se ha detenido. Está ya frente a mi puerta.

¿Me habrá de reconocer...?

Mis dedos la golpean suavemente para no despertar a los demás huéspedes. La reciente luz de la habitación se cuela por debajo de la puerta e ilumina débilmente mis pies. Comprendo, entonces, que Johann no tardará en abrir.

 

© Johann Page

 

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